A mediados de Enero yo llegaba a Chile con el fin de hacer un artículo sobre los inmigrantes peruanos en ese país para la revista en la que trabajo. Para recoger testimonios me acerqué a Plaza de Armas, la plaza principal de Santiago, que es el lugar donde los inmigrantes peruanos suelen reunirse para buscar trabajo. Entre los peruanos a los que entrevisté, me aproximo a uno que se niega a darme una nota. Raúl se llamaba. “No, es que los medios acá nos pintan de forma horrible”, me dice. Pero luego reconoce mi acento argentino, y me dice “Ah, preguntale a él, ahí tienes un compatriota”.
Un poco alejado del grupo en el que estaba Raúl estaba un chico de piel más morena que el resto, un marrón ocre brillante. Me acerco y le pregunto si le puedo hacer unas preguntas. “No, yo no estoy bien”, me responde. Le pregunto si se siente mal, si le duele algo, a lo que me responde que no, “que estaba mal psicológicamente”. “¿Qué te pasó?”- le pregunto. “Es que acá hay mucho maltrato, mucha discriminación”, me dice. Reticente a hablar conmigo, lo convenzo de que me deje hacerle un par de preguntas y lo empiezo a grabar. “¿De dónde sos?” – “Ituzaingó, Corrientes”, me responde patinando la erre. “¿Cómo te llamás?” – “Juan Domingo”. “¿Apellido?” – “Canabiri”. “¿Es guaraní?”, le pregunto, a lo que me aclara que no, que sus padres son aborígenes de Salta. “¿Por qué elegiste venir a Chile?” – “Vine de vacaciones”, responde.
Juan Domingo llevaba trabajando largo tiempo en una finca de tomates en Salta, y había ahorrado algo de plata para tener las primeras vacaciones en su vida; cruzaría la cordillera para finalmente conocer el mar. Había comprado un pasaje de ida a Santiago, y desde ahí se fue a Viña del Mar (120 kilómetros hacia la costa), donde pasaría año nuevo y luego volvería a Salta. Tenía todo su dinero calculado para emprender la vuelta la primera semana de enero. El 5 de enero Juan estaba disfrutando el mar chileno en una playa viñamarina como lo venía haciendo ya un par de días. Al día siguiente ya se iba a comprar el pasaje de vuelta a Argentina. En un descuido, confiado en que las personas alrededor suyo le iban a cuidar sus cosas, se mete al mar, pero al volver su dinero ya no estaba; había perdido los cerca de mil pesos que le quedaban. Para su suerte su DNI lo tenía en una bolsita adentro de su traje de baño, junto con 5 mil pesos chilenos. Con esos 5.000 pesos se compró el pasaje a Santiago, donde pensaba pedir ayuda a la embajada Argentina.
“¿Dónde te estás quedando?”, le pregunto. “Bueno, no tengo dinero para un hospedaje”, me dice. “¿Entonces?” – “En la calle. A la intemperie.”
En ese momento dejé de hacerle preguntas y le sugerí que fuera al Hogar de Cristo, de donde venía de hacer una entrevista al Padre Aguayo, a cargo del Servicio Jesuita a Migrante, ya que ahí acogían a inmigrantes sin techo. Le hice un mapa de cómo llegar, cuando recuerdo que tenía una amiga en el consulado Argentino en Valparaíso, Claudia, a la que llamo y le explico la situación. “Pero ese chico no puede estar así, no puede estar en la calle”, me dice, y me explica que lo que tenía que hacer era ir a la embajada y pedir un “repatrio”. Me da las indicaciones; iba a necesitar la constancia de la denuncia de hurto, la tarjeta de entrada al país, y que la policía testificara que estaba viviendo en la calle. La tarjeta de entrada la había perdido junto con el dinero, pero Juan me cuenta que ya había conseguido el duplicado en Policía de Investigaciones. Ya había hecho la denuncia en la comisaría, pero le habían dicho que no podían hacer nada. Sin embargo, me dice que conseguir la testificación de carabineros iba a ser fácil, ya que estaba durmiendo a metros de una garita con unos carabineros que ya lo conocían. Entonces nos faltaba sólo la constancia de la denuncia de hurto, que decido ayudarlo a hacer. Como no me ubico en Santiago, Raúl, el afroperuano que me había “presentado” a Juan Domingo, decide acompañarnos a la comisaría. Juan Domingo agarra su pequeña mochila negra, que junto con la fina frazada enrollada bajo de ella y una cantimplora metálica gris que colgaba de un costado, eran las únicas cosas que tenía.
Bajo el caliente sol de mediodía de verano santiaguino emprendimos camino, Raúl y yo íbamos adelante hablando, en tanto Juan iba tras nuestro, callado, todavía me tenía cierta desconfianza. Raúl me comentaba que era la primera vez que veía un argentino en Plaza de Armas, que los que iban a buscar trabajo allí eran en su gran mayoría peruanos, seguido por ecuatorianos, colombianos, brasileros o haitianos. También era la primera vez que oía de alguien que estaba durmiendo en la calle. “Lo que pasa es que los peruanos sabemos dónde ir, nos ayudamos”, me comenta. “Un día llegaron tres señoras al barrio y no tenían dónde quedarse. Tenían que ir a lo de una monja pero en esos momentos ella no estaba en Santiago. Y entonces, yo les di mi cuarto, se quedaron ahí, te imaginarás que yo no entraba porque eran señoras bastante grandes, y yo me fui por ahí hasta que encontraron a la monja”, me cuenta. Juan iba tras nuestro en silencio, respondiendo una que otra pregunta que le hacíamos. Luego de unas cuadras llegamos a la comisaría. Sacamos número. Las tres ventanillas donde se tomaban denuncias estaban ocupadas.
Luego de unos minutos una carabinera se desocupa y nos atiende. Juan Domingo hablaba muy bajito, hacia adentro y lento, por lo que en una porteñada le expliqué yo bien rápido la situación a la chica. Ella me dice que constancias sólo se pueden hacer por pérdida, que por hurto hay que hacer denuncia y la tendría que hacer en la jurisdicción donde sucedió el hecho, o sea, en Viña del Mar. Yo le digo que sólo necesita un papel “oficial” que acredite la pérdida para poder pedir el repatrio en la Embajada, pero me dice que eso no existe, que no se puede hacer. Entonces llamo a Claudia al consulado, para ver qué hacía. Pero el consulado ya había cerrado, sólo me quedaba comunicarme con el teléfono de urgencias que tienen. Llamo. Me contesta una chica chilena a la que le cuento la situación. Me dice que necesita la constancia. Le digo que no se puede hacer. Me lo dice de nuevo. Le respondo lo mismo. Mi lo dice de nuevo y la carabinera, que me veía discutir por teléfono, me pide hablar con ella para explicarle. Luego de una pequeña explicación/discusión entre ambas, vuelvo a hablar con la chica del teléfono de emergencia del consulado. “Bueno, entonces va a tener que venir a Viña a hacer la denuncia”, me dice. “Está durmiendo en la calle, comiendo con limosnas, ¿Cómo va a viajar para hacer una denuncia?”, le replico indignado. “¿No la pueden hacer ustedes? ¿Pueden hacer algo?”, le pregunto. Me dice que como ahora está en Santiago, me comunique con el consulado de Santiago.
Frustrado el trámite en la comisaría, volvemos hacia Plaza de Armas mientras consigo el número del consulado de Santiago. Me comunico y me contesta un hombre chileno al que le resumo la historia. “Ah sí, uno morenito” me dice. Ya lo conocían en el consulado, Juan Domingo me había contado que ya había ido pero no lo habían “podido” ayudar. Eso sí, le dejaban hacer llamadas a su familia en Salta. El señor me dice que él no puede hacer nada, que el consulado ya había cerrado, y él sólo hacía guardia. Me dice que llame mañana de mañana o que me comunique con el teléfono de emergencias. Me lo da, y llamo. Me contesta un señor chileno y le cuento los hechos. También lo conocía, de vista al menos. “Que vaya mañana al consulado”, me dice. “Lleva días yendo al consulado. Que vaya mañana significa que hoy de nuevo va a dormir en la calle”, le digo. “Mira, yo ahora estoy en mi casa ya, comiendo un asado, no puedo hacer nada”, me dice.
En esos momentos me preguntaba qué es una urgencia. ¿Que esté un Argentino durmiendo en la calle en un país que no es el suyo no es una urgencia? ¿Qué sería una urgencia? ¿Que muriese? ¿Para qué sirve este teléfono entonces?; esas preguntas giraban mi cabeza mientras volvíamos a Plaza de Armas. La única solución que me habían dado era que fuera al consulado mañana; Juan Domingo llevaba casi tres semanas durmiendo a 2 cuadras del consulado y yendo casi diariamente a pedir ayuda, sin respuesta alguna.
Eran ya las 3 de la tarde y Juan Domingo ya me conversaba más. Me decía que él creía que había un complot. Que estaban esperando que se vencieran los 3 meses que podía estar en Chile como turista para meterlo preso, o algo así. Raúl le decía que antes que se venciera su estadía buscara un trabajo para pagarse el pasaje a Argentina, que él le podía ayudar a conseguir trabajo en algún restaurant peruano, de lavacopas o algo así, para que reuniera dinero suficiente para volver a Argentina. Pero Juan Domingo ya había buscado trabajo. Había tratado de recolectar y vender cartones, pero no le funcionó, y luego de una ocasión donde fue maltratado por una mujer desistió de seguir recolectando.
Para ese entonces la única solución que me habían dado desde la Embajada Argentina en Santiago era que esperara un día más para ver si lo podían ayudar. Lo único que se me ocurrió sugerirle fue que pasara la noche en el albergue para migrantes del Hogar de Cristo. Llamo al Padre Aguayo, con quien había estado más temprano, pero estaba ocupado y no me podía atender. Me alcanza a decir que si lo llevaba al Hogar de Cristo lo iban a mandar a otro lugar, que no me alcanza a decir dónde es ni nada, por lo que lo único que me quedaba por hacer era llevarlo al Hogar de Cristo y después ver qué pasaba. Nos tomamos el subterráneo en dirección a Estación Central. Raúl nos acompaña a la estación y de ahí sigo viaje sólo con Juan Domingo. Empezamos a conversar. Me pregunta de dónde soy, le digo que vivo en Buenos Aires pero soy de Mar del Plata. “Ah, por eso no tenés tonada porteña”, me dice. Me cuenta que tiene amigos en Buenos Aires, en la Villa 31. Me cuenta de su trabajo en la finca, que había elegido el mar de Chile porque le quedaba más cerca que el Argentino. Acá había conocido el mar; antes sólo conocía el Río Paraná. Me cuenta que su plan era reunir dinero para comprar un pasaje a Los Andes, ciudad cordillerana cerca de la frontera con Argentina, y ahí ver cómo cruzar a Mendoza. Pero lo que reunía apenas le alcanzaba para comer.
En eso se me ocurre algo que no había pensado; comprarle yo el pasaje a Mendoza. De casualidad justo andaba con efectivo, la cantidad justa que sale un pasaje de Santiago a Mendoza. Le propongo la idea y a pesar de negarse al principio a aceptarla, accede luego, ya que desde Mendoza le iba a ser mucho más fácil volver a Salta y conseguir dinero. Tenía el duplicado de la entrada a Chile, así que salir no iba a ser un problema. Le compro el pasaje, que salía ese día en la noche. Llama a su familia –tenía los teléfonos anotados en un papelito adentro de su DNI, sólo recuerdo que el código de todos era 3878- y le doy algo de plata extra para que se compre algo de comer en el camino. Le anoto mis teléfonos, mi mail y dirección, para que me avise que llegó bien a Argentina. Nos despedimos, y muy afectivamente me agradece.
Pasaron días, semanas, meses desde ese día, el 20 de Enero del 2010. Juan Domingo Canabiri nunca me llamó, ni me escribió, quizás perdió el papel que le di. No pude saber si logró salir de Chile, si está en Salta, en Mendoza, o dónde. Lo único que sé es que la Embajada Argentina en Santiago de Chile no hizo nada por un Argentino que dormía a dos cuadras de la misma, que estaban conscientes de su situación, y aún así, no movieron ni un pelo. Que la palabra “Urgencia” para los funcionarios de los consulados Argentinos en Chile tiene un significado muy precario y que podrían explicar qué califica como una urgencia, y por qué la situación de un compatriota durmiendo en la calle semanas, sin comida ni dinero, no lo es. Por qué comprar un pasaje a Mendoza desde Santiago, 13 mil pesos chilenos, menos de 100 pesos Argentinos, no lo pudieron hacer ellos. Quizás podrían ahorrarse el gasto de tener celulares de emergencias de dudosa efectividad. Y explicar por qué, conociendo la situación de Juan Domingo Canabiri los funcionarios del consulado Argentino en Santiago de Chile, no hicieron nada al respecto.
Los números indican que la crisis no terminó
Hace 1 día